Firma invitada: Nicolás Suszczyk

Hoy, 22 de diciembre, hace 25 años se estrenaba GoldenEye en España:

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El primer Bond de Pierce Brosnan supuso un acontecimiento tras el «gran hiato» transcurrido desde 1989 y el parón con 007: Licencia para matar.

Brosnan reventó la taquilla, cautivó al mundo y se convirtió en el James Bond perfecto para toda una generación que hoy lo recuerda y reivindica con pasión.

En esa generación está nuestra firma invitada: Nicolás Suszczyk, escritor argentino autor de El mundo de GoldenEye, entre otros títulos, que ha querido rendir homenaje a su película.

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GoldenEye y los fantasmas del pasado

Han pasado 25 años ya desde que el mundo comprendió definitivamente que James Bond no era un héroe atado a la Guerra Fría y que éste lo necesitaba más que nunca rumbo al nuevo milenio.

Pierce Brosnan, el hombre que nació el mismo año en que se publicaba la primera novela de 007, Casino Royale, se radicó en Londres cuando moría Ian Fleming y se enviudó de una chica Bond, poco después de que su primera oportunidad de ser el agente secreto se viera frustrada, le estaba finalmente pegando el tiro de gracia al anónimo hombre detrás del cañón del revólver de la icónica secuencia de apertura durante la temporada navideña de 1995, cuando GoldenEye se desveló ante los ojos del mundo recaudando cifras multimillonarias ya en su primer fin de semana de exhibición en los Estados Unidos. Sin duda alguna, estábamos ante el Bond del nuevo milenio.

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Como bien todos sabemos, la aventura número 17 de Bond está separada por seis años y medio de la anterior, Licencia Para Matar, cuya taquilla mundial así como su recepción crítica dejó mucho que desear. Ya desde 1990 el productor Albert R. Broccoli acusó recibo de que era el momento de dejar ir al legendario guionista Richard Maibaum y a John Glen, director de las cinco entregas anteriores, y se esforzó por innovar el equipo de la saga para traer a Bond a la década del 90. Tras muchas ideas que fueron descartadas en medio de conflictos legales que enlentecieron la producción de esta película, cuando todavía Timothy Dalton no había dejado el rol de James Bond, finalmente fue Michael France el encargado de la idea argumental del film que conocemos hoy, con grandes modificaciones de Jeffrey Caine y Bruce Feirstein. Martin Campbell, reconocido por la miniserie Edge of Darkness y el film futurista Escape de Absolom, fue eventualmente elegido como director.

En esos seis años y medio pasaron cosas interesantes: ciudadanos de Europa del Este derribaron a mazazos el Muro de Berlín en 1989, se disolvió la Unión Soviética tras un fallido intento de golpe de estado contra Mikhail Gorbachov en 1991, y la internet comenzaba a ser parte de nuestras vidas o, al menos, de nuestra vida laboral ya que no todos podíamos tener un ordenador o esa preciada conexión al mundo en nuestros hogares.

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La idea de transferir dinero en red para adquirir bienes o servicios era algo novedoso y práctico, pero también generaba mucha desconfianza en la sociedad. En una órbita mayor, los programas de defensa espacial desarrollados con el objetivo de inutilizar la tecnología armamentística del enemigo planteaban un nuevo paradigma en los conflictos bélicos que pudieran surgir. La cobertura de la Guerra del Golfo durante 24 horas seguidas por parte de la CNN conmocionaba a la sociedad y forzaba a los políticos a tomar determinaciones apresuradas ante imágenes que demandaban una respuesta inmediata y rotunda.

El mundo del cine se hacía eco de estos cambios. Peligro Inminente, adaptación de una obra de Tom Clancy protagonizada por Harrison Ford, nos demostraba el rol vital de los analistas informáticos de la CIA que, cada tanto, debían abandonar la pantalla de la computadora para defender a la patria cuando la situación lo requería. Asimismo, Sandra Bullock era una inocente programadora de computadoras cuya vida se vuelve una horrible pesadilla cuando alguien manipula electrónicamente sus antecedentes para hacerla parecer una criminal fugitiva en La Red. Y, si bien Rusia se abría cada vez más al capitalismo, Hollywood cada tanto fantaseaba con que las tensiones entre oriente y occidente podrían volverse a comprometer. Basta ver películas como La Casa Rusia, Marea Roja o La Caza Al Octubre Rojo donde ciertos eventos (desde manuscritos de novelas con secretos de estado hasta órdenes poco claras recibidas por un submarino norteamericano) están al borde de provocar un quiebre en el tan logrado détente.

Seis años y medio es mucho tiempo, y si hablamos del argumento de GoldenEye no podemos eludir jamás esa palabra que representa un bien tan valuado, ingobernable e irrecuperable: tiempo.

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La historia comienza cuando todavía existía la Unión Soviética, en 1986 según la novelización de John Gardner (publicada en España por Planeta, y altamente recomendable). James Bond, junto a su colega el agente 006, Alec Trevelyan, debe volar por los aires una planta ilegal de armas químicas perteneciente a los soviéticos. En medio de la misión, Alec es asesinado y Bond logra milagrosamente escapar. Los títulos de crédito, sirviendo de elipsis, nos muestran a bellas muchachas ligeras de ropa y en botas de cuero destrozando iconos soviéticos, y estamos en 1995 con Bond manejando su Aston Martin DB5 en el Sur de Francia. “Nueve años después”, aclara un subtítulo, indicando la primera vez que los eventos de un film del agente secreto están separados por un significativo paso del tiempo.

No es simplemente una nota de color. A lo largo de su actual misión, que consiste en hallar un helicóptero robado de la OTAN usado a su vez para robar un arma satelital rusa capaz de destrozar la tecnología del enemigo mediante pulsos electromagnéticos, James Bond se topará con alguien de ese pasado: Alec Trevelyan, que está bien vivo y planificó su muerte como parte de un plan para escarmentar severamente a los británicos. El desertor quiere transferir grandes sumas de dinero del Banco de Inglaterra a través de la internet para luego borrar los registros de dichas transacciones utilizando el GoldenEye, el arma satelital mencionada anteriormente.

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Pero Trevelyan no es ni siquiera un rusófilo ni un ferviente comunista como su falso verdugo, el general Ourumov. Él es hijo de cosacos de Lienz: un grupo de partisanos que traicionaron a los rusos para unirse a los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Debilitada tras varias batallas, esta agrupación se dirigió a la ciudad de Lienz en Austria y se rindió ante los británicos esperando que éstos los integraran para combatir al comunismo. Pero Churchill, convencido por Stalin de que estos partisanos pelearon a brazo partido a favor de los nazis y que no debían ser confiados, los deportó a Rusia donde fueron sumariamente ejecutados. “En una ironía de la vida, el hijo pasa a trabajar para el gobierno cuya traición hizo que su padre matara a su esposa y luego se suicidara”, le comenta a 007 el pérfido exagente, ahora bajo el alias de Janus en honor al dios romano de dos caras. Un dios vengativo al que se le atribuye la transición entre el principio y el final.

El paso del tiempo afecta en mayor o menor medida a todos los personajes que protagonizan la película: la idea de que James Bond es anacrónico para estos tiempos se refuerza a cada rato, con contactos o eventuales aliados que se burlan de su apego a las normas, de su patriotismo y le cuestionan si “aún sigue trabajando para la MI6 o ha decidido unirse al siglo XXI”. Ahora debe obedecer órdenes de una mujer que lo considera “un dinosaurio sexista y misógino”, y esperar que los analistas del servicio secreto realicen sus tareas antes de largarse al campo de batalla. Analistas que no siempre coinciden con su visión de los hechos, con acciones como desligar al general Ourumov de su responsabilidad con el robo del GoldenEye por su ambición política (“No tiene el perfil de un traidor”) o de creer que este dispositivo no representa una amenaza seria.

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Ourumov, quien cuando era coronel estaba a cargo de la planta de armas químicas durante el súmmum del Ejército Rojo y gatilló su pistola Makarov sobre el cráneo de Trevelyan en 1986, también es relegado en la nueva Rusia: así como Bond se siente incómodo debiéndose reportar con la mujer que ocupa el cargo de M, el General pasa un mal momento cuando el Ministro de Defensa, un civil, lo interpela por acusar a “separatistas siberianos” del robo del GoldenEye ignorando que dos trabajadores de la estación sobrevivieron al ataque. Claro está que Ourumov sólo sabía de uno, que precisamente fue su cómplice, y la verdadera sobreviviente será una fundamental aliada de Bond.

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El General, curiosamente, comparte mucho los códigos patrióticos de Bond a diferencia de los otros personajes, más influenciados por satisfacerse a sí mismos o sobrevivir en los tiempos modernos, como el exagente del KGB Valentin Zukovsky, ahora traficante de armas al quedar sin empleo tras la caída del muro; o bien el hombre de la CIA, Jack Wade, que no se toma las preocupaciones de 007 con tanta seriedad: “Otro inglés estirado con sus códigos secretos y contraseñas, un día de estos tendrán que cortar con eso”, observa cuando Bond le da la primera frase del santo y seña acordado en espera de la respuesta que confirme la identidad del contacto.

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No podemos excluir tampoco a la bella asesina que trabaja para Janus, Xenia Onatopp, expiloto soviética nacida en Georgia que ahora ve a Rusia como “una tierra de oportunidades” y se pasea por Mónaco, uno de los puntos turísticos más caros del mundo, con una Ferrari 355 descapotable y luce preciosos vestidos de diseño y joyas disfrutando de los lujos del capitalismo que le fueran ignorados en su infancia: “Ella ahora se siente como una niña con una bolsa llena de monedas de oro en una tienda de dulces”, indicó Famke Janssen, la actriz que la interpreta.

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GoldenEye nos presenta, además, un personaje ridículo y extremadamente informal como Boris Grishenko. Pedante, egoísta, vulgar, la antítesis visual de lo que James Bond, formal y refinado, siempre se caracterizó por ser. Sucede que Grishenko es precisamente un producto de la nueva generación: un hacker. En 1986, John R. MacDougall usó el alias “Captain Midnight” (Capitán Medianoche) para interferir un satélite de HBO durante la emisión del film The Falcon and The Snowman protestando por las elevadas tarifas que cobraba a sus usuarios esa señal. Poco antes de estrenar el gran regreso de 007, United Artists exhibe en cines el film Hackers: Piratas Informáticos, donde Johnny Lee Miller y Angelina Jolie interpretaban a estos juveniles delincuentes que violaban la ley sólo por un poco de popularidad y fama. La primera vez que vemos al personaje de Alan Cumming en GoldenEye, aparece completamente desinteresado en su trabajo y más preocupado por intervenir la página web del Departamento de Justicia de los Estados Unidos para dejarles un mensaje burlón: “Mejor suerte la próxima vez, idiotas”.
Más allá de su grotesco perfil, Boris es un verdadero científico moderno y una pieza clave en el plan maquinado por Trevelyan: es él quien puede permitir que el desertor opere anónimamente y detonar el GoldenEye sobre Londres. Skyfall, de 2012, combinó a Trevelyan y a Boris en la figura de Raoul Silva: un resentido exagente de la MI6 sediento de venganza contra Gran Bretaña y con un amplio conocimiento informático.

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En sintonía con las mujeres fuertes de la época, y vagamente relacionada con el personaje de Sandra Bullock en La Red, Izabella Scorupco interpreta a Natalya Simonova. Se trata de una programadora de computadoras trabajando en la estación que es saboteada por Ourumov para robar el GoldenEye, sobreviviendo no sólo a la ametralladora de Xenia Onatopp sino al desastre provocado por este satélite cuando es detonado sobre la región para cubrir la evidencia del robo. Si bien Bond es el hombre de acción que garantiza que ella siga viva durante la segunda mitad de la película, es ella la pieza fundamental para contrarrestar las acciones de Boris y dejar sin efecto el plan de Janus. Será ella, también, la primera que seriamente cuestione el estilo de vida de 007 observando que su violenta profesión lo dejará sólo. Esto ocurre mucho antes de que Madeleine Swann y Vesper Lynd lo hagan en las películas de Daniel Craig, sin embargo se las tiende a recordar más a ellas por su vínculo romántico con el agente secreto.

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Claro está que todas estas descripciones serían vanas o pasarían desapercibidas si esta película no pusiera tanto foco en contextualizar el paso del tiempo y el nuevo orden político a través de lo estético. ¿Dónde se reencuentran Bond y Trevelyan? A altas horas de la noche, en un parque repleto de escombros formados a partir de estatuas soviéticas abandonadas como las que se ven en los títulos de crédito. La música de Eric Serra enfatiza el misterio y añade coros góticos mientras 007, solo en medio de la oscuridad, explora el territorio que sirve como cementerio a una ideología que ha quedado hecha trizas por el advenimiento de los lujos que pudo proveer el capitalismo.La película apuesta no sólo a contrastar el pasado y el presente, sino a combinarlo. El tren blindado que el antagonista usa como medio de transporte se trata de un vehículo negro y opaco en su exterior, con algunos vagones llenos de computadoras y circuito cerrado de televisión, pero la decoración de su salón comedor posee tapizados, muebles y utensilios que recuerdan al tren imperial de la familia Romanov durante la Rusia zarista. La ciudad de Severnaya es representada como un paraje inhóspito en medio de las estepas siberianas, pero un búnker subterráneo en la región alberga una estación con tecnología de punta que controla nada más ni nada menos que un satélite que puede poner en jaque a Occidente. Ni hablar de la base de Trevelyan en Cuba que, al estilo del volcán de Blofeld en Sólo Se Vive Dos Veces, se oculta bajo un apacible lago en una zona selvática y consiste de un descomunal transmisor radial que controla el satélite mortal y un centro de control repleto de computadoras y pantallas del tamaño de un mural.

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GoldenEye es la película de James Bond a la cual le debemos la existencia del personaje en estos tiempos, y su éxito consistió en adaptarse al presente sin soltar demasiado el pasado. Es el mismo Bond a lo largo de la trama el que escucha los comentarios ácidos sobre su irrelevancia en las puertas del siglo XXI (en boca de los personajes, pero que bien podrían haberse dicho por la prensa) y, sin palabras pero con acciones, demuestra por qué todavía lo necesitamos y por qué es realmente muy poco lo que debe cambiar de su esencia. Las mujeres lo siguen deseando, los villanos se siguen muriendo e Inglaterra -y Occidente- siguen estando a salvo por él. El film establece a 007 como un personaje de nuestra actualidad. Un James Bond que madura en la pantalla, que deja atrás los fantasmas del pasado hasta que éstos reaparecen en el presente. Definitivamente, un Bond más que preparado para afrontar los desafíos que surgieron a partir del nuevo milenio.

Nicolás Suszczyk
@nsuszczyk

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